miércoles, 24 de diciembre de 2025

Casa en pie

 Nuestra casa nació de un gesto pequeño, casi humilde, pero cargado de esperanza: la decisión de mi padre de comprar un terreno. Costó doscientos setenta pesos, una suma que entonces parecía desmesurada. Hoy ese número provoca sonrisas, pero en su momento fue el primer ladrillo invisible de todo lo que vendría. El lote, de ocho metros de frente por veintiuno de fondo, creció al mismo tiempo que la familia; años después, mi padre compró un metro más, como quien extiende el futuro.

Desde el principio, la casa se alzó sobre convicciones firmes: columnas de hierro y vigas de amarre resistentes. En 1970, las cañabravas valían cincuenta pesos cada una, y aún hoy se recuerda, casi como un mito familiar, aquellas vigas de mangle traídas desde Buenaventura, a las que mis padres atribuyen la calma de esta casa, incluso cuando la tierra decide estremecerse.

Es una casa que respira. El aire entra sin pedir permiso y se queda. En el patio, el sol se filtra a través de la polisombra, y un jardín discreto —pero obstinado en su belleza— perfuma los días con el romero que resiste, la veranera encendida, un helecho y otras plantas que mi madre cuida como si en cada hoja protegiera un recuerdo.

La habitación principal guarda su propio baño y una ventana estratégicamente dispuesta para observar quién llega, porque aquí la curiosidad y la prudencia también fueron pensadas como parte del diseño. Son cinco habitaciones en total; dos permanecen siempre listas, como esperando visitas o regresos. El baño social se renovó en octubre de 2025; el de mis padres, en cambio, conserva un silencio íntimo, casi sagrado. En otra habitación, una falsa pared resguarda la memoria de las antiguas cabinas telefónicas, cuando una llamada al otro lado del país era motivo de fiesta.

El patio, cubierto por la polisombra, es refugio en los días de sol inclemente. El alcantarillado cumple su tarea sin fallas. Y hay una ducha de agua fría y caliente que recuerda que, incluso en lo cotidiano, la vida ofrece pequeñas indulgencias.

Hace muchos años, un hombre que vino a desayunar se arrodilló antes de marcharse. Dio gracias a Dios y bendijo la casa. Nadie olvidó ese gesto. Desde entonces, pareciera que algo luminoso quedó suspendido entre estas paredes, como una promesa que no se ha ido.

El tiempo, por supuesto, deja sus huellas. El cielorraso y la red eléctrica superan ya el medio siglo, y los cables reclaman un reemplazo que ronda los treinta millones. Cada punto eléctrico cuesta sesenta mil pesos, y la norma exige tres por habitación. Yo imagino mi cuarto con un sensor de luz que despierte entre uno y cinco segundos, un clóset nuevo y un piso de cerámica que dialogue con el resto de la casa.

Mis padres ya cambiaron el techo de su habitación por PVC. Las nuevas cañabravas costaron cuatro mil pesos cada una, y todo el trabajo —techo y manos que lo hicieron posible— sumó tres millones y medio.

Hoy, renovar el techo completo y la instalación eléctrica se acerca a los veinte millones. Es una cifra grande, sí, pero más grande es el afecto que se le tiene a las paredes que han sido testigos del crecimiento, las risas y los silencios. Porque esta casa, con su historia, sus arreglos pendientes y su memoria viva, sigue en pie.

martes, 23 de diciembre de 2025

Trampa perfecta

Ese día vio pasar a un señor con una canastilla llena de anchetas, cerca del universitario. Él se le acercó y le regaló una chocolatina Amerikan Pastilleja, que ella aceptó como si fuera una señal del destino y se la comió mientras esperaba a su novio.

Quince minutos después llegó él; se fueron al apartamento y, al caer la noche, unos sospechosos ruidos en la cocina delataron la presencia de un ratoncito con claras intenciones de convertirse en inquilino permanente.

Desde ese momento no pudo dejar de pensar en el roedor, en su posible madriguera y en la humillación de compartir techo con alguien que no pagaba arriendo. Así que diseñó su trampa perfecta: una botella, arroz, aceite.

Al día siguiente, el ratón había caído. Con las manos sudorosas y la respiración agitada —como si estuviera a punto de desactivar una bomba — caminó de un lado a otro por la sala. Finalmente, respiró profundo, reunió valor, levantó la botella, le puso la tapa y sacó la basura sin mirar atrás. Cerró la puerta, suspiró aliviada y pensó que, al fin y al cabo, el  silencio en la cocina bien valía el susto… y el drama. 

domingo, 21 de diciembre de 2025

Milagros chiquitos

Julia tenía una costumbre que, vista desde afuera, podía parecer exagerada: le daba gracias a todo.
Al café caliente, al que no estaba tan caliente, al que se le había pasado un poco. A la ruana que apareció justo cuando hacía frío. A las empanadas del desayuno, aunque fueran dos y no tres. Y, por supuesto, a Dios… muchas veces al día.

No era que su vida fuera perfecta. Para nada. Tenía deudas antiguas que parecían conocerla mejor que algunos parientes, emociones que a veces se despertaban antes que ella, y un corazón sensible que no venía con manual de instrucciones. Pero Julia había aprendido algo importante: agradecer no arreglaba todo, pero lo hacía más llevadero.

Cada mañana se levantaba con la firme intención de “estar más aterrizada”, aunque a veces su mente viajara en avión sin previo aviso. Iba a consultas, a la parroquia, a noveleríar a los almacenes y hacía cuentas así fuera en el aire del dinero que necesitaba para los electrodomésticos de los cuales carecía. Hablaba con su novio muchas veces al día. Si recibieran algún pago por minuto hablado serían millonarios. —actividad que ella defendía como profundamente terapéutica—

Decidió dejar de hablar de las ideas que le surgían, porque cuando no las ejecutaba otra persona se apropiaba de ellas.  Cada día salía con algo nuevo y siempre encontraba algo digno de gratitud. Si no era un milagro grande, era uno chiquito, de esos que caben en un llavero.

Tenía proyectos, muchos. Algunos sociales, otros literarios, otros que todavía estaban en etapa “Dios proveerá”. Soñaba con escribir un libro, con ser la mejor escritora de su país y recorrerlo   leyendo sus libros, aunque a veces dudaba, seguía escribiendo. Lloraba un poco, en ocasiones más de la cuenta, se secaba las lágrimas, y continuaba. Porque si algo tenía claro era que abandonar sus sueños ya lo había intentado… y no le había funcionado.

En el amor aprendió a pensar más despacio, a decidir con la cabeza sin desconectarse del corazón. No fue fácil. Esperar nunca lo es. Pero empezó a notar que la paciencia, aunque incómoda, daba frutos más estables que la prisa y estaba feliz con su novio.

Julia servía, ayudaba, compartía. A veces se excedía un poco —también en los gastos—, pero siempre lograba corregir el rumbo antes de naufragar. Decía que ayudar a otros la hacía feliz, y era verdad. Eso sí, estaba aprendiendo que ayudarse a sí misma también contaba como obra buena.

Un día decidió dejar de escribir ciertos diarios. No porque ya no creyera, ni porque ya no sintiera, sino porque entendió que no todo lo sagrado necesita público. Algunas cosas se guardan. Otras se transforman en cuentos. Como este.

Y así seguía Julia: agradeciendo, sirviendo, escribiendo, aprendiendo.
Dándole gracias a Dios…
y, de vez en cuando, también al café.

 


sábado, 20 de diciembre de 2025

Misión con sazón

 Desde muy joven sentí que Dios me hacía una invitación silenciosa. No me mandó carta, ni telegrama, pero igual le entendí: algo quería de mí. Tenía apenas dieciséis años cuando empecé a acompañar al padre por las veredas para preparar la fiesta de San Isidro. Íbamos en misión… y también en “modo colecta”, porque una cosa es predicar y otra muy distinta devolverse con las manos vacías.

La gente era tan generosa que regresábamos cargados de frutas, verduras y sonrisas. Yo, que ya iba aprendiendo los trucos del camino siempre soltaba el comentario infalible: “Uy, es que a mí me encanta el arroz”. Nunca fallaba: risas aseguradas y, con suerte, una cucharada extra para el camino.

Con el tiempo, ese llamado fue creciendo conmigo. Cada lunes, puntuales a las 4:00 p. m. —porque con Dios se puede llegar tarde a muchas cosas, pero a la oración no— nos reuníamos a orar y luego partíamos en el inolvidable Willys rojo, que conocía más veredas que el cartero. Allí estuve en novenas, misiones y celebraciones que dejaron huella… y cansancio y al final muchas alegrías.

En Navidad repartíamos regalos y compartíamos natilla, y en Semana Santa hacíamos de todo: lavatorio de los pies, imposición de la ceniza, acompañamiento en la comunión… lo que hiciera falta. Yo siempre lista, porque entendí que en la Iglesia uno no pregunta “¿qué me toca hacer?”, sino “¿qué hay que hacer?”.

El servicio también me llevó a la parroquia principal del pueblo, donde ayudé como asistente de cocina. Preparábamos hasta sesenta almuerzos, porque no sólo hay que orar sino practicar la caridad y el Espíritu Santo obra mejor cuando el estómago está lleno. Aprendí que un recipiente servido con amor puede predicar tanto como una homilía… y con menos palabras.

Más adelante llegué a la pastoral social de la segunda parroquia del pueblo. Organizábamos mercados, rifas y celebraciones, y una Navidad doné una ancheta con una alcancía adentro, llena con gusto. Porque si algo he aprendido, es que cuando uno comparte, Dios multiplica… y a veces también devuelve con intereses.

Hubo un tiempo en el que me formé y consagré en la pastoral de la salud. Las visitas fueron pocas, no por falta de ganas, sino porque me mudé a otro municipio. Al regresar al pueblo intenté retomar la labor, pero no se pudo. Entonces entendí que Dios, a veces cambia el libreto sin avisar.

 Descubrí que mi misión seguía estando en la pastoral social: entregando mercados, acompañando desde lo sencillo y haciendo lo que siempre he sabido hacer …  servir con alegría.

Hoy, después de más de dos años, sigo en la pastoral social de la parroquia principal del pueblo. Servir a los más necesitados sigue llenándome el corazón y reafirma cada día mi compromiso con Dios: ayudar donde Él me necesite…
y, hasta donde me alcance el bolsillo.

sábado, 13 de diciembre de 2025

Celeste y los lunes con su abuela


¿Alguna vez han conocido a una niña que guarda en su memoria los lunes más mágicos de su infancia? Esa niña se llama Celeste. Empezó a quedarse los lunes por la tarde en casa de su abuela, una casa donde la rutina no existía y cada rincón parecía tener una historia que contar.





A los cinco años, Celeste soñaba con ser: veterinaria, ingeniera, modelo... incluso casarse con Ronaldo y viajar en su Lamborghini. Tenía una imaginación desbordante, y su mejor compañero era un amigo imaginario con quien compartía cada pequeña aventura.

El primer lunes que llegó a casa de su abuela, una tormenta cayó con fuerza. Celeste se asomó a la ventana con los ojos muy abiertos y le habló a su amigo invisible:

—Así es divertido… ¡mira! Las flores bajan con la corriente. Cada vez llueve más fuerte y bajan mangos pequeñitos. Mire cómo ruedan. Las hojas secas se quedan atascadas cuando caen los chorros de agua. Esos pajaritos se están mojando y pelean… ¿por qué pelearán? Y los carros salpican por los dos lados…

—Abuela, quiero salir a la calle y meter los pies en el agua que corre, ¡es un hermoso río!

—No, Celeste.  No puedes salir. Te puedes enfermar.

—Bueno, la próxima vez me dejas meter los pies…

Así transcurrió su primer lunes.


El segundo, Celeste llegó con su gato blanco llamado Libertad y con un hámster llamado princesa que le había regalado su papá.

Esa noche, su abuela no le permitió dormir con el gato. A la medianoche, un olor desagradable llenó la sala: Libertad se había orinado. Y Princesa, el hámster, estaba arrinconado, temblando. Al día siguiente, Celeste lo sacó de su jaula. El pequeño roedor vio un balde con comida… y en un instante, aparecieron ratones por todos lados. Libertad se lanzó y se comió al hámster antes de que los otros ratones escaparan. La abuela alcanzó a pegar un grito para evitar que el gato se comiera al hámster, pero no pudo evitarlo.  

Un gato parado en dos patas con un muñeco de peluche

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El tercer lunes, Celeste quiso un dulce. Salió con su abuela a visitar a Milena, la vecina de la tienda.

—Abuela, la reja parece un laberinto. No quiero entrar…

Pero justo entonces cayó un palo de agua, y tuvieron que refugiarse junto a una cruz de madera que Milena tenía en su vitrina. Al rato pasó “Monedas”, el personaje del pueblo que siempre estaba en el bar Cuatro Esquinas. Se detuvo, miró a Celeste y dijo:

—La niña es adorable… ¡es un terremoto!

—No es un terremoto —respondió la abuela con una sonrisa—, es un terremotico por lo tremenda que es.

Un dibujo de una persona

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El cuarto lunes, salieron al parque a comprar víveres que la abuela donaría a familias de escasos recursos. Luego entraron a la panadería más cercana. La abuela pidió panchocha con chocolate, y Celeste, una cocacola con almojábana.

Imagen que contiene interior, foto, mujer, pintura

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De vuelta a casa, un olor a cañería lo invadía todo y al llegar, observó que el agua entraba por el patio. Entonces, le pidió ayuda a Celeste, y la niña contestó con picardía:

—Yo no nací pa hacer oficio.

A los cinco minutos ya estaba ayudando, riendo entre trapos, baldes y jabón.

El quinto lunes llegó con un globo de helio. Lo sostenía por ratos, lo soltaba y, al observar cómo se elevaba con cada brisa, lo agarraba de la cuerda. Cuando se cansó del juego, abrió los dedos y lo dejó partir. Lo vio subir mientras repetía: el globo llegará hasta donde vive Cristiano.

Luego reunió los vasos desechables que habían sobrado de la reunión familiar del último fin de semana de noviembre. Con ellos construyó torres inestables. A cada una le dibujó corazones. Luego cogió una hoja y dibujó a cada uno de los integrantes de su familia: la mamá, el hermano, los abuelitos y la abuela más joven. Cada que llegaban los hacía firmar, les aseguraba que sus sueños se cumplirían y escogió la mejor de las firmas.

El sexto lunes no vino a jugar: vino con un plan. A la abuela le anunció, sin pedir permiso, que quería una pijamada. Y así ocurrió. Entró con su cobija doblada como si fuera un tesoro, su almohada desgastada y el oso de peluche que le había regalado el novio de la abuela. Eligió un libro del estante y, con la lengua entredientes, fue deletreando el título hasta completarlo: Las maravillas del Espíritu Santo.

Luego, con una voz casi susurrada, le pidió a la abuela que la abrazara como lo hacía su mamá y que le dejara una linterna a mano, “por si le picaba algún bicho”, dijo, inventándose un miedo para justificar la luz.

El séptimo lunes llegó con los bolsillos llenos de materiales y la cabeza llena de ideas. Trajo palitos, tarros y un entusiasmo tan grande que parecía que podría construir el pesebre entero. Sabía cuánto lo soñaba su abuela y, por eso, era más que un juego: era una misión. Con paciencia fue pelando los palitos que servirían de cerco para las vacas, mientras hablaba, preguntaba e imaginaba. Y en cada gesto parecía decir, sin palabras, que esos lunes eran espectaculares.

Los años pasaron. Celeste terminó el bachillerato y fue admitida en la Universidad de Antioquia para estudiar Veterinaria. Una mañana recibió una llamada. Su madre le dijo que su abuela estaba delicada.

Volvió al pueblo. Escuchó los gallos cantar, vio gallinazos rompiendo bolsas negras en las esquinas, sintió el olor a estiércol fresco, escuchó los chivos y contempló los gatos en los techos.  En ese instante, los recuerdos la golpearon y las lágrimas comenzaron a caer.

En el hospital, su abuela —extremadamente delgada— parecía desvanecerse entre las sábanas. Pero al escuchar la voz de su nieta, abrió los ojos. Una sombra de luz la iluminó. Pasaron un par de días hasta que el 15 de diciembre, en su casa, la abuela falleció. Su cuerpo reposaba en la cama y, a su lado, en el suelo, estaban los libros donde había escrito todas sus historias.

 

 

Celeste se marchó del pueblo arrojando una rosa blanca desde el cementerio hasta la salida. Y antes de irse, prometió continuar con el legado de su abuela


 Dibujos IA. 

 

 

 




Una contadora en apuros

 

Desde muy pequeña descubrí que tenía un talento natural para las ventas. No lo sabía , pero esa facilidad para convencer —a veces sin que el otro entendiera muy bien cómo había terminado comprando— sería mi salvavidas en épocas en las que el empleo fijo era más un rumor que una realidad.

La primera aventura llegó junto a mi hermana, después de que ella hiciera un curso en una caja de compensación familiar y aprendiera a fabricar límpido. Sin mucha planificación y con muchas ganas de salir adelante, emprendimos. En cuestión de días ya estábamos produciendo, embotellando y vendiendo nuestro propio producto. Las entregas eran toda una expedición: shorts, camiseta blanca, tenis, gorra y bicicleta. Así recorría los negocios del pueblo, vendiendo límpido con el entusiasmo urgente de quien sabe que no puede darse el lujo de rendirse.

Mi primer empleo formal apareció poco después. Fui auxiliar contable de una contadora pública independiente. Mi tarea consistía en actualizar, completamente a mano, los libros contables de una empresa. Lápiz, borrador y paciencia. Cuando terminé, la caja general estaba en rojo. Sin saber que había fallado, escuché su explicación serena pero firme: la caja jamás podía quedar negativa. Ese día conocí la “doble contabilidad”. Un concepto revelador, aunque no precisamente inspirador.

Luego vinieron más trabajos: asistente contable en un restaurante —donde los informes se hacían en la elegante casa del dueño, en un condominio donde hasta el silencio parecía exclusivo—; después, en una empresa de químicos; y más tarde en otra donde permanecí cinco años, aprendiendo a resistir y a crecer.

Con el tiempo, mi camino me llevó a desempeñarme como analista de cartera, primero en la única universidad del pueblo y años después en una multinacional. Mirando atrás, todo parece tener sentido: las ventas, los números, la bicicleta, el límpido y la contabilidad. Cada etapa fue una forma distinta de lo mismo: aprender a salir adelante, aun cuando el camino no estaba del todo claro.

También ejercí como contadora en un supermercado en Dosquebradas y como analista de cuentas por pagar en una multinacional en Cali, un lugar donde aprendí que los ascensores tienen más paciencia que muchos ejecutivos. Fui secretaria ejecutiva y contadora en los aeropuertos Alfonso Bonilla Aragón y Vanguardia.

Cuando trabajé en la empresa familiar, recibí una contabilidad con más problemas tributarios que una novela con capítulos pendientes.. Allí me tocó ser secretaria, contadora y auditora de mi propio trabajo. Una mujer orquesta, pero sin los aplausos.

Mi verdadera fortaleza siempre fue la auditoría. Lo supe mientras estudiaba, gracias a una profesora brillante que afirmaba que tenía todas las habilidades para ser una excelente auditora. Años después ejercí ese rol, aunque descubriría que la imparcialidad y la objetividad son virtudes… que no todos practican.

Mi primer empleo en auditoría fue en una cadena de supermercados, como auxiliar. Allí viajaba por distintos municipios del Valle y del Eje Cafetero —Calarcá, Toro, La Unión, Zarzal— acompañada por carpetas, sellos y el sospechoso silencio de quien sabe que algo no va a cuadrar. Después presté mis servicios en el fondo de empleados de la misma empresa. Tiempo más tarde me ofrecieron el cargo de auditora, pero renuncié al mes. La adrenalina es buena, pero no cuando proviene de conflictos éticos.

Cuando no pude seguir ejerciendo como contadora, regresé a mis emprendimientos. Hacía llaveros en macramé, pulseras, decoraba frascos de vidrio, pintaba souvenirs y cuadros. También pintaba alcancías de barro con forma de cerditos junto a un amigo del colegio. Les dábamos vida como superhéroes y los vendíamos en las ferias. En las ferias del año 2018 llevamos 28 cerditos. Ese día, mi hermano nos invitó a comer porque supo que las ventas no habían sido las esperadas y yo, con el dramatismo de una contadora en quiebra, le detallé los costos en los que habíamos incurrido.

El dueño de una licorera me pidió el favor de meter una botella de aguardiente antioqueño entre los cerditos. Le hice el favor —por ese “no” que me era difícil pronunciar—. Fue la primera y única vez que lo hice: ni los superhéroes estaban preparados para semejante misión de contrabando artesanal.

Siete años después, sigo generando ingresos como emprendedora. Soy mamá empresaria y comercializo plantas de romero, llaveros y otras manualidades en macramé. Porque, si algo he aprendido, es que una contadora puede dejar de hacer balances… pero jamás de crear.

Y así continúa mi historia: entre números que no siempre cuadran, caminos que se tuercen y emprendimientos que nacen por mi creatividad. Tal vez nunca tuve un empleo perfectamente estable pero sí una contabilidad e impuestos impecables. Además, existe   algo  valioso: la certeza de que siempre sabré reinventarme. Porque mientras haya manos para crear, ideas para vender y ganas de seguir adelante, la vida —como los libros contables— siempre encontrará la forma de cerrarse, aunque sea con una nota explicativa al final.

miércoles, 10 de diciembre de 2025

Los días del agradecimiento

 

En la última semana del año 2024, Elena despertaba siempre antes del amanecer. Decía que, a esas horas, cuando el mundo aún estaba en silencio, Dios le hablaba.

El 23 de diciembre, a las 5:30 de la mañana, regresó del sexto lunes al Señor de las Misericordias. Había pagado una intención por la salud de su hija y, mientras caminaba a casa, sentía que el viento repetía lo que su corazón sabía: contigo todo es posible. Agradeció por cada bendición, por sus nietos, por la iniciativa ecológica que llevaba adelante casi como un acto de fe, y por su sueño persistente de ser escritora.

El 26 de diciembre fue un día distinto. La familia se reunió, como quería su madre, alrededor de un sancocho humeante y conversación sincera. Elena observó a sus padres bailando —él con 90 años, ella con 74— y sintió que la felicidad era una música suave y humilde. Recibió una pijama nueva y lo guardó como si fuera un tesoro. No todos los regalos se envuelven, pensó mientras escribía esos recuerdos.

Los días siguientes la llevaron de la mano por caminos más profundos. Recordó decisiones que habían marcado su vida y heridas viejas que, sin saber cómo, ya no dolían igual. Comprendió un sueño antiguo cuyo mensaje por fin tenía sentido. Agradeció por eso también.

El 28 de diciembre amaneció con una certeza luminosa: gran parte de su vida había sido una lucha silenciosa, pero también una prueba de que las cosas difíciles pueden resolverse con tiempo, fe y valentía. Recordó la novela que había enviado durante años a un programa de televisión, y sonrió al pensar que quizá algún día la vería publicada.

El 31 de diciembre, a las tres de la madrugada, un temblor imaginado la hizo llamar a su amigo sacerdote. Diecisiete minutos de conversación bastaron para devolverle la calma. Después, sola en un restaurante, se regaló una cerveza. Soñó con estudiar, escribir mejor, viajar a Medellín y, sobre todo, encontrar respuestas sobre una enfermedad que sospechaba desde hacía tiempo.

A pesar de todo —de los miedos, de los silencios injustos, de las veces en que la llamaron loca— Elena terminó el año con una conclusión sencilla:

no estaba sola. Nunca lo había estado.

Por eso, antes de que el año muriera, elevó una última oración:

Señor de las Misericordias, gracias… porque con tu ayuda sé que todo será posible.

Casa en pie

  Nuestra casa nació de un gesto pequeño, casi humilde, pero cargado de esperanza: la decisión de mi padre de comprar un terreno. Costó dosc...