Nuestra casa nació de un gesto pequeño, casi humilde, pero cargado de esperanza: la decisión de mi padre de comprar un terreno. Costó doscientos setenta pesos, una suma que entonces parecía desmesurada. Hoy ese número provoca sonrisas, pero en su momento fue el primer ladrillo invisible de todo lo que vendría. El lote, de ocho metros de frente por veintiuno de fondo, creció al mismo tiempo que la familia; años después, mi padre compró un metro más, como quien extiende el futuro.
Desde el principio, la casa se alzó sobre convicciones firmes: columnas
de hierro y vigas de amarre resistentes. En 1970, las cañabravas valían
cincuenta pesos cada una, y aún hoy se recuerda, casi como un mito familiar,
aquellas vigas de mangle traídas desde Buenaventura, a las que mis padres
atribuyen la calma de esta casa, incluso cuando la tierra decide estremecerse.
Es una casa que respira. El aire entra sin pedir permiso y se queda. En
el patio, el sol se filtra a través de la polisombra, y un jardín discreto
—pero obstinado en su belleza— perfuma los días con el romero que resiste, la
veranera encendida, un helecho y otras plantas que mi madre cuida como si en
cada hoja protegiera un recuerdo.
La habitación principal guarda su propio baño y una ventana
estratégicamente dispuesta para observar quién llega, porque aquí la curiosidad
y la prudencia también fueron pensadas como parte del diseño. Son cinco
habitaciones en total; dos permanecen siempre listas, como esperando visitas o
regresos. El baño social se renovó en octubre de 2025; el de mis padres, en
cambio, conserva un silencio íntimo, casi sagrado. En otra habitación, una
falsa pared resguarda la memoria de las antiguas cabinas telefónicas, cuando
una llamada al otro lado del país era motivo de fiesta.
El patio, cubierto por la polisombra, es refugio en los días de sol
inclemente. El alcantarillado cumple su tarea sin fallas. Y hay una ducha de
agua fría y caliente que recuerda que, incluso en lo cotidiano, la vida ofrece
pequeñas indulgencias.
Hace muchos años, un hombre que vino a desayunar se arrodilló antes de
marcharse. Dio gracias a Dios y bendijo la casa. Nadie olvidó ese gesto. Desde
entonces, pareciera que algo luminoso quedó suspendido entre estas paredes,
como una promesa que no se ha ido.
El tiempo, por supuesto, deja sus huellas. El cielorraso y la red
eléctrica superan ya el medio siglo, y los cables reclaman un reemplazo que
ronda los treinta millones. Cada punto eléctrico cuesta sesenta mil pesos, y la
norma exige tres por habitación. Yo imagino mi cuarto con un sensor de luz que
despierte entre uno y cinco segundos, un clóset nuevo y un piso de cerámica que
dialogue con el resto de la casa.
Mis padres ya cambiaron el techo de su habitación por PVC. Las nuevas
cañabravas costaron cuatro mil pesos cada una, y todo el trabajo —techo y manos
que lo hicieron posible— sumó tres millones y medio.
Hoy, renovar el techo completo y la instalación eléctrica se acerca a
los veinte millones. Es una cifra grande, sí, pero más grande es el afecto que
se le tiene a las paredes que han sido testigos del crecimiento, las risas y
los silencios. Porque esta casa, con su historia, sus arreglos pendientes y su
memoria viva, sigue en pie.