Juan Miguel estaba en séptimo grado y ya se creía todo un universitario: hablaba de “mis colegas”, caminaba con las manos en los bolsillos y hasta suspiraba mirando al horizonte, como si estuviera pensando en su tesis doctoral.
Un día, le preguntó a su abuela si
podía salir con sus amigos después de clase. La respuesta fue un rotundo:
—¡No!
Pero claro… Juan Miguel tenía
espíritu de explorador. O de terco, que viene siendo lo mismo.
Dos días después de que terminaron
las clases, simplemente no apareció a la hora de siempre. La abuela, esperó
cinco minutos… y luego salió disparada hacia el colegio.
No lo encontró. Regresó a casa, se
puso los tenis de emergencia —esos que dan más velocidad que un rayo— y volvió
a salir. Llegó al colegio y lo único que encontró fue silencio, viento… y papeles
rodando.
Entonces llamó a Amanda, la mamá de
Juan Miguel, que estaba en Zarzal y regresó como si tuviera turbo. Mientras
tanto, la abuela fue a buscar al amiguito más cercano de Juan Miguel. Nadie
abrió la puerta. Ni siquiera el perrito asomó la nariz.
Mientras caminaba por las calles,
la abuela se imaginaba pegando fotos de Juan Miguel en todos los postes, con
cara de “SE BUSCA” también pensó —con el corazón encogido y su propia
exageración— que quizá el niño se había fugado por los problemas con su mamá y
el padrastro.
Y entonces… como si nada, faltando
diez minutos para las 2:00 p. m., aparece Juan Miguel entrando al colegio,
fresco como una lechuga recién lavada. La abuela, que ya estaba a tres suspiros
de desmayarse, lo agarró fuerte y lo estrujó con una mezcla de amor, rabia y
susto:
—¡¿Por qué nos hiciste esto, muchacho?!
Se fueron a casa sin preguntarle
nada. Porque cuando uno está en modo “Abuela Furiosa”, primero se respira… y
después se interroga.
Más tarde, se enteraron de que Juan
Miguel había decidido acompañar a sus amigos hasta sus casas, como un
guardaespaldas de barrio. En una tienda cerca del cerro de Las Tres Cruces, le
dio sed y pidió agua a un señor. El señor, muy amable, le explicó que el agua
era gratis… pero en Marte, porque en su tienda se pagaba.
En casa lo castigaron quitándole lo
que más le gustaba. Juan Miguel juró que jamás volvería a salir sin permiso.
Al menos… hasta que apareciera la próxima tentación de aventura.
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