Su novio entró a la tienda agrícola a cerrar un trato por la venta del café orgánico que había cultivado. Ella, mientras tanto, caminó hasta la iglesia del barrio —aunque ahora también podía hacerlo por YouTube— para agradecer por todo lo bueno que les había pasado durante el año.
Después se reencontraron
en su cafetería favorita, esa de paredes verdes y con frases
motivacionales. Era su ritual de cada sábado: cappuccino doble para ella, café
montañero para él, y una charla intensa sobre la economía, los precios del
grano y cómo los caficultores seguían luchando contra los vaivenes del mercado.
De repente, apareció la
japonesa, influencie local, acompañada de su esposo, el Cocodrilo, famoso por
su corte de cabello tipo iguana, piel pálida y gafas oscuras que no se las quitaba
ni en días nublados.
Justo en ese momento, un
aroma a tierra mojada y el aire cargado de humedad anunciaron una tormenta
tropical. Se miraron, sonrieron, y salieron corriendo hacia la terminal para
tomar el autobús eléctrico que los llevaría al aeropuerto. Este año celebrarían
su aniversario con un viaje a la costa, lejos del ruido y cerca del mar. Todo
quedó en miradas y sonrisas y el viaje pospuesto sin saber hasta cuándo.
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