Al anochecer de aquel día llegué a casa. Toqué con
los dedos el vidrio del ventanal. Santi, mi hijo, no abrió la puerta. Me
agaché, tomé las llaves y abrí. Ella no estaba. Un olor fresco se percibía en
el ambiente.
Sentado en la silla, miré la hora, apretando los
labios y conteniendo las ganas de llamarla.
Como psicólogo, noté los cambios que había tenido
durante los últimos días.
Veinte minutos después, llegó. Al verla, hice un
esfuerzo por no perder el control.
—¿Dónde estabas?
—De compras —respondió.
—Amor, ven a la mesa, cenemos.
—Gracias, ya lo hice.
—Amor, ven, quiero decirte algo.
Sacudí los pies para descargar mis emociones.
—Hueles a loción —le dije—, y apareció el
movimiento continuo en la ceja.
—Sí, huelo a hombre. ¡Tranquilízate!
En ese momento, apenas si respiraba.
—¿Te vas de la casa, cierto?
—¿Irme? ¿Para dónde? ¿Con quién?
—Con el amiguito que tienes.
—¿Amigo?... ¡Estás loco! ¡Las terapias! Dejaste las
terapias...
—Sí, con ese tipo que te escribe por WhatsApp.
Ella soltó una carcajada. Esa carcajada produjo en
mí una alteración emocional que me llevó a darle un puñetazo con toda mi
fuerza. Retrocedió unos pasos, goteando sangre. Su mirada se transformó: me
retó a pegarle más. Saqué del bolsillo de la chaqueta un cortapapel y lo hundí
varias veces en su pecho con sevicia.
Cuando volví a la realidad, su cuerpo se desvanecía
lentamente. La tomé entre mis brazos... ya estaba muerta. ¡Qué rápido sucedió!
Sus ojos color miel quedaron abiertos. Al ver lo
que había quedado de su belleza, sentí que me iba con ella y me daba golpes.
Quise suicidarme. No pude; pensé en Santi. El llanto se apoderó de mí. Mientras
más lloraba, más me aferraba a su cuerpo aún tibio.
No quise huir de la casa. La senté en la silla,
nuestra silla. Fui por agua y lavé su larga cabellera rubia. Le quité la blusa
blanca. Cada chorro de agua dejaba al descubierto una a una las heridas: diez
en total.
—¡Oh... no! —me tiré al suelo sin saber qué hacer.
Un tatuaje en su abdomen: dos corazones con las
iniciales "FA". Corrí a la habitación. Había pétalos desde la entrada
hasta la tina, y un olor a perfume se pegó a mi nariz. ¡Nuestro aniversario!
¿Cómo pude olvidarlo?
Regresé a la sala. Tenía el dedo anular derecho
señalando en dirección a la habitación. Su cuerpo continuaba en la silla. Su
mirada me perseguía. Charcos de coágulos la rodeaban.
La velé durante toda la noche. Repetí muchas veces:
“No llores más por mí”, como si ella me hablara.
Llevo trescientos quince días y nueve horas tratando de librarme del eco de esa
frase y de la forma en que sus ojos quedaron, expresándose.
Muchos dicen que estoy loco… ¡Falso! Que el lóbulo frontal tuvo una lesión…
pudo ser.
En estas cuatro paredes trato de recomponer los
pedazos de mi alma, arrebatados ese día por mi insensatez.
Ahora nazco con cada paciente. Quiero sanarlos a todos, como especialista en
terapia de familia que soy.
Por hoy fue suficiente; muchos pacientes esperan que los atienda.
He podido sanarlos, aunque no me atrevo a mirarlos. Solo dejo que ellos hablen…
y hablen…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario