Siguieron el sonido hasta el borde del caño. Allí,
entre la basura y el agua oscura, vieron a Efraín, ensangrentado, respirando
con dificultad. Enrique llamó a la policía. Margarita le sostuvo la mano,
aunque él no parecía notarlo.
Los agentes llegaron en minutos, levantaron el
cuerpo con cierta prisa y lo llevaron al hospital. No había papeles, ni
familia. Solo un nombre murmurado con los labios secos: “Efraín…”
Los médicos hicieron lo que pudieron. Lo
estabilizaron, lo operaron. Luego, entró en coma. Treinta y seis días pasó
suspendido entre la vida y la muerte. Nadie lo visitó, nadie lo reclamó. Fue
una existencia mínima, apenas registrada en el sistema como “Paciente sin
identificar”.
Una mañana, abrió los ojos.
—Uy, parce… ¿Dónde estoy? —balbuceó, confundido.
—En el hospital —respondió una enfermera con tono monótono—. Pronto le darán
salida.
Dos días después, el parte médico fue claro: estaba
recuperado, aunque debía seguir tratamiento. Pero no había a dónde enviarlo ni
con quién dejarlo. Así que lo dejaron ir.
Efraín salió con una bolsa plástica donde guardaba
los pantalones manchados del día del disparo, un suéter gris donado por una
auxiliar de enfermería, y una sonrisa desdentada. Lo primero que quiso fue un
porro. Algo que le recordara quién había sido, o quién era todavía.
Al voltear la esquina del hospital, su corazón,
maltrecho por los años de calle y la bala reciente, se detuvo sin aviso. Cayó
de rodillas, luego de espaldas. Nadie corrió a socorrerlo. Nadie gritó su
nombre.
Su cuerpo fue llevado a la morgue. Nadie lo
reclamó.
Lo enterraron como Efraín X, en una fosa común,
junto a otros olvidados.
En algún rincón de la ciudad, la caneca donde solía
buscar comida estaba vacía. Y el zanjón de La Muda se quedó sin su sombra
flaca.
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