Soy el menor de cuatro hermanos, y cuenta mamá que mi vida es obra del Señor de los Milagros. Resulta que nací ochomesino y estuve los primeros veinte días de mi vida en una incubadora, además de otras complicaciones. Quizá fue por eso que todos sus cuidados se centraron en mí, y hasta me apodaban ‘el pollo gigante’. Vivíamos en un barrio humilde llamado Morro Plancho, con escasez de dinero… pero con abundancia de amor y mucha unidad familiar.
En esa época no teníamos televisor y Juanito, mi hermano mayor, hizo uno con una caja inmensa de cartón. Los botones eran tapas de gaseosas, las imágenes eran figuritas que íbamos pasando manualmente, de esta manera aprendimos muchas cosas antes de llegar a la escuela.
Cuando llovía torrencialmente la calle se convertía en nuestra piscina porque cogíamos los neumáticos y nos lanzábamos de bajada, era muy rico chapotear en el agua. Ni qué decir de la ‘nieve dura’; así llamamos la intensa granizada de aquel domingo. Las bolas de granizo parecían bolas de ping-pong con las que cada uno llenó un balde y se formó una verdadera batalla campal hasta quedar con los dedos arrugados y morados. Aquellas experiencias jamás se repitieron.
Mientras Juanito sostenía la gallina Miguel le introdujo un inflador de llantas en la cloaca y empezó a inflarla, sólo unos minutos después todos comenzamos a gritar. En esas llegó mamá y dijo: “¡Oh, no!... ¡Dios mío!... La mataron… ¡la mataron!” Si ella no hubiese llegado en ese momento, se nos muere la pobre gallina. Este sería el último de los experimentos que realizamos juntos.
¿Disfraces
de superhéroes? ¡No, qué tal! Escasamente podíamos disfrazarnos de indios y eso
porque la escoba de iraca desbaratada servía como vestido. Además nos
pintábamos la cara con carbón y los collares eran prestados por Sarita, la
vecina nocturna que sólo salía en las noches a trabajar… ¡Qué mujer!
Desde niño me gustó negociar, vendía churros y empanadas. Durante los almuerzos
familiares hasta la porción de carne la negociaba. Eso sí, ‘vendía hasta un
mojado‘.
Recuerdo
que un vecino me regaló un montón de mango biche, entonces me pregunté: “¿Qué
hago con tanto mango?, ¿dónde puedo venderlos?”. Al día siguiente falleció una
amiga de mamá y ¡sí señor!, se me ocurrió venderlos en el velorio y así fue que
los vendí todos.
Fabricábamos
nuestros juguetes y disfrutábamos los juegos callejeros como el ponchado,
yeimi, bolitas y pico de botella; con el paso de los años escondite americano
era el juego favorito, allí besé a Sarita, la primera chica en mi vida. Después
llegaron las típicas comitivas, donde el arroz nos quedaba mazacotudo, los
maduros se quemaban y la carne se chamuscaba pero aun así sabía riquísimo
porque todos compartíamos con amor creando verdaderos lazos de amistad.
Hoy tengo setenta y nueve años, estoy en medio de esta selva gozando de un
merecido descanso en la comodidad del chinchorro y al aflorar los recuerdos
como si fuera la primavera, puedo decir: ¡Nuestra niñez fue genial!.
Ilustración
Carlos M. Meneses.
Registro
10-530-403
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