Nunca
confié en los bailes demasiado pegados. Quizá porque, en mi línea de trabajo,
el roce siempre termina en roce de balas. Pero aquella noche, el caso me llegó
por una llamada temblorosa y una historia que olía a sudor, traición y pólvora
vieja.
Todo
comenzó cuando María Paula dijo haber visto a su novio, sudoroso y eufórico,
bailando “la lambada” con Nancy, pegados como si el mundo se hubiera detenido
para ellos, en la casa de un tal “Muele Gallo”; un sujeto de esos que se evita
nombrar en voz alta si se quiere conservar los dientes.
La
música retumbaba y las risas parecían burlarse de ella. Lo único que faltó fue
que consumaran el acto ahí mismo, frente a todos los presentes. Pero lo peor
aún estaba por llegar.
A
los pocos meses, María Paula empezó a notar cosas. Ausencias. Susurros.
Llamadas a deshoras. Y un olor que no era perfume ni sudor: era miedo. Porque
su “novio” —si todavía se le podía llamar así— no era solo infiel. Era parte de
una red de encubrimiento criminal. Un “lava perros”, como los llaman en el bajo
mundo. Bajaban los cuerpos amarrados en burros o caballos, como si fueran
bultos de café... pero tibios.
—Once
cadáveres el primer día—.
Los
dejaron en la morgue, como quien deja basura, y luego desaparecieron. La morgue
no era ajena al juego. El médico legista llegaba puntual, siempre elegante, en
un convertible rojo, último modelo. El anterior —uno con placas CCC 808— había
sido robado. Por los mismos a quienes él encubría. Mucho se rumoraba, pero
nadie decía nada. Porque en esta ciudad, hablar era firmar tu sentencia.
Los
autores intelectuales de las matanzas se reunían con descaro en un bar del
centro, bebiendo whisky. Allí planificaban dónde ocultar las armas, cómo
desaparecer a los testigos, a quién le tocaba morir esa semana.
Y
entonces, la traición alcanzó un nuevo nivel.
El
novio de María Paula involucró incluso a sus suegros en su red criminal. Don
Miguel, su suegro, le permitió subir al techo de la segunda habitación de su
casa tres costales que, según él, contenían dinero de una recompensa. Dijo que
no preguntaría más, que era mejor no saber. Pero un día, la verdad se filtró
por la voz inocente de su nieta. La niña había visto a Alias Monteblanco, uno de
los sicarios más temidos, bajando los costales en plena madrugada. Le había
dado cinco mil pesos para que se quedara callada… pero no contaba con la
sinceridad de la niña, que todo lo contaba.
—Abuelito,
el señor Julian vino anoche. Sacó los costales. Me dio plata —le dijo, sin
saber que acababa de abrir la caja de Pandora.
Don
Miguel supo entonces que no había dinero en esos costales. Había armas. Había
muerte.
Esa
noche, Don Miguel decidió hacer lo impensable. Con las manos temblorosas, marcó
el número de un viejo amigo en la policía. A la mañana siguiente, el barrio
amaneció sitiado. El bar fue clausurado, el médico legista capturado, y del
novio de María Paula no se supo más: desapareció como desaparecen los cobardes
cuando la verdad les pisa los talones.
A
ella no la volví a ver. Me contaron que se fue lejos. Con lo puesto. Nadie
volvió a poner “la lambada” en esa casa. Solo quedó el tambor lejano… como un
eco que no sabe morir.
Y
yo… yo sigo aquí. Con un vaso de café frío, la mirada perdida y el recuerdo de
una mujer que lloró por un baile… y salió marcada por una guerra.
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