Eran las 10:15 de la noche de aquel viernes.
Ella se encontraba en el patio de su casa, disfrutando del silencio habitual
del barrio, cuando un estruendo seco de varios disparos quebró la calma. De
inmediato, un pensamiento fugaz pero inquietante cruzó su mente: han
asesinado a Diego, el coronel. Su cargo, tan delicado, siempre había
despertado murmullos y sospechas.
Los gritos de los vecinos no
tardaron en escucharse. Con el corazón agitado, abrió la puerta y caminó hasta
la esquina, justo frente a la casa de Rosa. Desde allí dirigió la mirada hacia
la vivienda de Diego: una multitud comenzaba a congregarse, sus rostros tensos
iluminados por los faros de un carro estacionado a medias sobre la acera.
Dentro del vehículo, el cuerpo de un joven confirmaba lo peor: alguien había
sido asesinado.
Volvió a su casa, mientras cada vez más personas se acercaban al
lugar del crimen. Las versiones empezaron a circular con rapidez. Horas
después, se supo que el joven muerto era Pablo, hijo del coronel del pueblo. Pablo
era novio de Juana, y la noticia dejó una estela de tristeza entre quienes lo
conocían.
La noche transcurrió entre el
murmullo persistente de la multitud y la presencia silenciosa de quienes
llegaban a enterarse de lo ocurrido. El coronel nunca apareció. Solo lo hizo
doña Paola, madre de Pablo, que permaneció cerca del sitio aferrada a su
pañuelo.
Desde aquella noche, la familia
Arana —vecinos de toda la vida— desapareció del panorama. Nadie volvió a
verlos. Dos días después partieron sin despedirse de nadie. Su casa quedó
vacía, como una herida abierta que el barrio aún no ha podido cerrar.
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