Ella conoció a Miguel en 1995,
cuando él era un maestro de obra humilde y sonriente que ayudaba en la casa de
sus padres. Pasaron noches realizando trabajos de la universidad, en compañía de
su mejor amiga y creyendo que la vida sería siempre tan sencilla.
Con los años, Miguel empezó a
rodearse de gente importante. Intentó entrar a la empresa donde ella trabajaba,
pero no lo consiguió. Bromeaba diciendo que solo lo miraría cuando tuviera
tarjeta profesional, sin saber que ella buscaba algo más profundo que un
título.
El tiempo los separó. Ella
escuchó rumores: que Miguel trabajaba en una entidad estatal, que ya no era el
muchacho limpio de antes. Incluso una enfermera del hospital lo culpó de la
crisis financiera. Entonces entendió que algo había cambiado en él.
Años después lo vio de nuevo,
primero en una iglesia, luego en la discoteca casa blanca. Llegó en una
camioneta lujosa y con una actitud extraña, distante. Quedaron en volver a verse,
pero él nunca llegó.
En 2023 volvió a saber de él:
quería ofrecerle trabajo en su fundación. Ella ya no quería sus idas y venidas
y le sugirió llamar a su amiga. Él no lo
hizo.
Tiempo después, cuando ella lo
necesitó, él guardó silencio. Ni una llamada, ni una respuesta. Cuando al fin
la recibió, habló de honestidad, como si no supiera lo que muchos murmuraban
sobre su fortuna y su fundación.
Meses más tarde, durante las
ferias, ella volvió a encontrárselo. Esta vez se acercó y le recordó quién
había sido él, el joven sencillo que un día conoció. Le habló de su hija
fallecida, no para herirlo, sino para recordarle que la vida no se compra ni se
reemplaza.
Miguel no respondió. Ella se
alejó sabiendo que él había cambiado, pero que la verdad —la suya, la de ambos—
seguía intacta en su memoria.
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